El auto dejó atrás la ciudad y se encaminó por la carretera que llevaba a Iquique. A mano izquierda, estaba el océano, con el sol acercándose al horizonte; y, a la derecha, el desierto, amplio, desolado y cada vez más oscuro. Ellos transitaban por el limbo, al filo de la luz. Tocopilla se veía a lo lejos, a sus espaldas, engullida por las luces naranjas del atardecer, como si estuviera bajo una lluvia de fuego.
Padre e hijo parecían ir huyendo de las llamas. El niño miraba por su ventana, mientras el padre manejaba con un libro sobre el regazo, murmurando:
—«La mujer de Lot miró hacia atrás, y quedó convertida en una estatua de sal». —Chasqueó la lengua y meneó la cabeza—. ¿Qué significará eso? ¿Por qué de sal? Se habla harto en el Templo... Me imagino que llegará un momento en que las cosas empezarán a tener sentido, ¿o no? ¿no? ¿Sabes qué representa la sal? Yo tampoco po. Pero si escogieron que la estatua sea específicamente de sal, tiene que ser por algo. ¿Dónde encontramos sal? En el mar... —Miró a su izquierda—. En la tierra... —Volteó hacia el desierto—. ¿Dónde más? —Miró a su hijo y luego volvió a fijar la vista en la carretera.
El pequeño no decía nada. En sus pupilas se reflejaban las luces de la calle, una tras otra, a 100km/h.
—Esto no se puede quedar así —agregó el padre, después de un rato—. Es como si viviéramos en círculos, siempre pasa lo mismo, una y otra vez. Cada ciertos meses, ¡fum! De paseo a Iquique... ¿o no? Así es como se nos pone a prueba, una y otra vez, para ver cuánto somos capaces de soportar, de perdonar. Y yo creo que por eso nos hacen leer harto cuando pasan estas cosas... así nos quedamos pensando en la esposa de Lot, o de dónde viene la sal, y así uno no se ofusca tanto... ¿Será por eso? ¿Será que no quieren que entendamos, a propósito? Nos pasaríamos toda la vida rumiando pasajes y metáforas, hasta que de repente...
En el cielo, sobre la planicie morada del desierto, se empezaban a ver algunas estrellas. Se adentraron por una ruta que pasaba bordeando un farellón costero. El hombre miró al niño, chasqueó los labios y aceleró:
—Mi abuela hacía lo mismo —dijo, encendiendo las luces del auto—. Les hablaba a los cabros chicos. No paraba nunca. Todos los días cuando me llevaba al colegio se iba hablando durante el camino... no la callaba nadie. ¡Imagínate! Miles de discursos durante la infancia, y ahora ¿qué recuerdo? Nada. Recién como a los diez o quince años empecé a entender lo que decía. A ella no le importaba, hablaba igual. Después, cuando llegaron más cabros chicos a la casa, ella les hablaba toda la tarde. Ellos no pescaban, gritaban y jugaban, rompían cosas. Era como si fueran muñecos, o animales, no sé... como hablarles a las paredes... Pero ella tenía valores, y yo empecé a escuchar un día. Por ejemplo: «Timere bonum est», me decía. ¿Sabí lo que significa? No. Ya sé. Pero un día te lo voy a enseñar... Cuando entiendas algo.
»Tu mamá dice que yo salí a mi abuela, en eso de hablar harto. Hablo caleta, «a lot», como dirían los gringos del Templo... los mismos que me dicen que ponga la otra mejilla, que a la larga funciona. Pero mi abuelo me decía otra cosa. Él decía: «Si te pegan una vez, tú tienes que devolver dos». En todo caso, él era un bruto, un bebedor. Y nosotros no hacemos esas cosas. Pero te lo menciono nomás, para que sepas. Tú decides lo que sacas en limpio de todo esto. Tú verás a quién decides tomar como ejemplo... El libre albedrío es la regla de oro para criar... Así, bueno, si después te vas por el mal camino como un hijo pródigo o algo así, no le vas a poder echar la culpa a nadie. El poder está en tus manos.
El niño veía una pared rocosa que se alzaba a su derecha, iluminada por el vehículo. Intentaba ver algo entre las grietas, discernir algún detalle, captar algo memorable... pero iban muy rápido, y cada vez acelerando más. El padre seguía hablando, aunque el pequeño parecía no escucharle, pues acomodó su cabeza contra el cinturón de seguridad y cerró los ojos.
—¿Viste eso? —preguntó el padre, bajando bruscamente la velocidad.
El niño despertó sobresaltado y se incorporó en el asiento.
—¡Bah! Justo viene un auto —dijo el papá, intentando orillarse sobre la berma—. Había algo ahí... en la calle, quería mostrártelo. Es peligrosa esta ruta, sobre todo de noche... Mi abuela un día hizo lo mismo... ¡Pucha, no veo casi nada! Lecciones importantes... lecciones de vida... Estoy seguro de que era un... —Hablaba distraído, pues miraba constantemente por los espejos retrovisores, tanto laterales como superior—. Voy a esperar a que pasen los autos. Esperemos, ¿ya? Esperemos... Timere bonum est.
Ya estaban detenidos a un lado de la carretera angosta.
—A ver, a ver... ¿Quizá ahora? No, acá no puedo retroceder —masculló el padre, meneando la cabeza. Su rostro estaba ensombrecido, los ojos rojos—. Cuando la abuela me adoptó, yo no podía parar de llorar. Yo no me acuerdo, pero eso me dijeron después... Ella decía que la pena se cura con espanto. Uff... todavía vienen autos... no alcanzo a ver bien... Bueno, esperemos un poco más. Patientia et fide. Cuando veas lo que te quiero mostrar, se te van a pasar los monos. Siempre hay alguien que está peor que uno, hijo. Recuérdalo. Después se lo puedes enseñar a tu descendencia, si alguna vez tienes. «Tus hijos
poblarán la tierra, y serán reyes»... algo así le había dicho el Taita a Abraham.
El pequeño también miraba por el retrovisor que tenía a su lado, pero solo veía oscuridad y pares de luces lejanas, vehículos con desconocidos en su interior, que se acercaban por la carretera desde Tocopilla. Se aproximaban a velocidades indeterminadas, desde distancias indefinibles.
—Hijo, ¿te acuerdas del Rocky? No... eras demasiado chico. ¡Todavía eres chico! Imagínate... Tú no lo viste, pero a mí me tocó llevarlo al veterinario ese día... Tenía todas las costillas rotas, el pobre. Le cerré los ojos...
»Espera... parece que ahora no viene nadie. ¿Alcanzas a abrir tu puerta? No, mejor no, cuidado con las rocas... Tratemos de salir por este lado nomás. Pero todavía no, viene otro auto. ¿Por qué hay tanto tráfico? No entiendo... Ah, es por el fin de semana largo... se me había olvidado. Bueno, no importa. Para la próxima tendrá que ser, acá no se ve nada... Sigamos nomás. Lo importante es no ofuscarse. Patientia, patientia...
El padre tamborileaba sus dedos sobre la cubierta rígida del libro que llevaba sobre el regazo. Suspiró, puso ambas manos en el manubrio y siguió manejando. El niño volvió a acomodarse apoyando su mejilla contra el cinturón de seguridad.
Llegaron a Iquique una hora más tarde.
Cuando ella abrió la puerta, su primera reacción fue tensarse y estuvo a punto de cerrar con un portazo, pero luego bajó la vista y vio al niño. El pequeño se acercó para abrazarla:
—¡Mamá! —dijo, y luego entró a la habitación del hotel—. ¡Tenemos tele!
Ella no le contestó, pues miraba a su esposo, quien estaba aún en el pasillo, mirándola con su libro favorito bajo la axila.
—Teníamos que venir a buscarte —dijo él—. Familia es familia.
—¿Te llamó mi papá? ¿El Templo?
Se quedaron mirando un buen rato. Él seguía firme, libro bajo el brazo:
—Te vieron en el casino —susurró.
Ella estaba apoyada en el marco de la puerta, meneando la cabeza y suspirando con una mano sobre el rostro:
—¿Y por qué lo trajiste a él? —La madre miró al niño, que seguía inspeccionando la habitación y tocando las cosas, curioso.
—Bah, déjalo —contestó el padre, con seguridad—. Es muy chico... para él, esto es un paseo. Cuando crezca, no se va a acordar. Tenía que traerlo. Incluso puede ser que la pase bien. Hasta ahora, al menos, lo hemos pasado bien.
—Tú sabes que es sensible... Además... no sé... creo que deberíamos conversar las cosas, solos. Y no es tan chico como crees.
Él empezó a darle un discurso, prefabricado.
—Para —cortó ella, después de un rato—. Mejor no sigai hablando, o no vai a parar nunca. Pasa nomás. Ya estai acá.
El pequeño los miró de reojo. Al ver que sus padres se estaban abrazando con torpeza, siguió haciendo como que inspeccionaba la habitación. Con lentitud pasaba sus manos por los objetos, grabándolo todo, a fuego.
Luego de dejar entrar a su marido, ella se dispuso a cerrar la puerta. Sin embargo, una corriente fría la hizo congelarse por un momento, mirando el pasillo. Sintiendo en la boca la sal de sus lágrimas, fijó la vista en ese corredor de hotel, y en la vía de escape que se veía al fondo. Pero fueron solo unos segundos. Sacudió la cabeza y cerró.
Al amanecer la familia ya iba de regreso a Tocopilla.
Por Tomás Veizaga
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