A la cabeza vacía me viene una
playa de algodón, un muelle desde donde
me ponía en marcha, aceitada y desnuda,
a través de la niebla, en la soledad fría.
No había línea, ni suelo ni techo
para distinguir el agua del aire.
La niebla de la noche, espesa como felpa,
me rodeaba en su profusión enmarañada.
Yo colgaba mi bata de dos ganchos.
Y sostenía el lago entre las piernas.
Invadida e invasora. Iba por encima
de ese cielo chato.
Los peces se movían debajo de mí, rápidos y sumisos.
Entonaban mi nombre en su zona verde.
Y al ritmo de la brazada
tarareaba en dos por cuatro un himno lento.
Tarareaba “Quédate conmigo”. El ritmo
subía con cada azote delicado de mi pie.
Subía en las burbujas oblicuas que
soltaba, y que trepaban por mi boca.
Mis huesos se tomaban el agua: el agua que caía
por todas mis compuertas. Yo era el manantial
que alimentaba el lago que se reunía con el mar
por el que iba cantando “Quédate conmigo”.
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