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Malcolm T. Liepke: el pintor de la ternura e intimidad humana

revistaelcoloso

Actualizado: 9 abr 2024


 

Luego dormimos abrazados como por una hora, y eso en cierto modo fue mejor que haber hecho el amor.
Charles Bukowski

Conocí la obra de Malcolm T. Liepke luego de haber leído, quizás en demasía, el relato La mujer más hermosa de la ciudad de Charles Bukowski. Este hecho, aparentemente simple, me pareció, por decirlo de alguna manera, algo bastante curioso, y, probablemente, un tanto contradictorio; pues el escritor estadounidense no se destacó, al menos bajo la masiva lupa social, por ser un narrador de momentos introspectivos. Pero sí, claro que lo era, y es que la ternura, en su infinita capacidad de mutación, no está ligada meramente a la delicadez, el silencio o la belleza hegemónica, también se puede hacer presente en situaciones tan cotidianas como el llanto, el enojo, la rutina o el simple hecho de escuchar música con los ojos cerrados. Y es ahí donde entra el trabajo del pintor norteamericano Malcolm T. Liepke: un artista centrado en el retrato, el cuerpo, la sensualidad, la intimidad, y, como ya se dijo antes, la ternura.



Liepke nació en Minneapolis, Minnesota, en 1953; aquellos lejanos años del jazz, el movimiento Beat, y la explosión artística de René Magritte. Estudió en el Art Center College of Design de Los Ángeles; pero, y como pasa a menudo con las mentes llenas de ideas, lo dejó después de un año y medio. ¿Estamos, una vez más, frente a la obra de un pintor autodidacta? Se podría decir que sí, y, claramente, no es el primero ni será el último.


Entre sus influencias se destacan figuras como John Singer Sargent, Edgar Degas, Henri de Toulouse-Lautrec y Diego Velázquez. Conocidos por sus piezas de carácter familiar e íntimo. ¿Qué es lo que lo diferencia de sus maestros? Liepke trabaja desde el otro lado de la vereda, desde la neutralidad; pues no emite juicios morales ni sociales acerca de sus protagonistas: los retrata, los pone al descubierto, al desnudo; pero no nos dice: esto es el amor, y esto es el odio. Le da libertad total al observador. Es, de cierto modo, como un narrador que observa desde la altura de una cámara. Su pincel está cargado de pintura corrida, contrastes y tonos grisáceos y rojizos, lo cual da la impresión de estar frente a una persona ruborizada por la vergüenza o la lujuria: dos estados puramente animales. La carne está expuesta al sol, a la noche y al calor de las sábanas.


¿Cuál es el límite de la confianza? ¿Hacia dónde nos lleva el deseo de ver más allá de las relaciones entre humanos? ¿En qué momento pasamos de ser espectadores a voyeristas y viceversa? Imposible no hacerse estas preguntas al observar el trabajo de nuestro protagonista, el cual lleva, y como si nos estuviese leyendo la psiquis, estos momentos hasta un clímax, o el borde de este, y que nos impulsa a recordar nuestras propias vivencias, nuestros deseos más profundos, sin darnos respuesta alguna, pues eso nunca importó.


Por Javier Ignacio Lux








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