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Leer a Baudelaire


 

Tengo que reconocerlo: llegué a la poesía de Charles Baudelaire por mera apariencia e imitación; pues, al igual que un niño desesperado por encontrar –no sin antes haber fracasado mil veces- aquello que llamamos “identidad” o “temperamento”, quería replicar los gustos literarios de cierto miembro de mi familia, alguien a quién, ciertamente, se le podría considerar como un escritor consolidado, un “ejemplo a seguir”; pero, y como sucede con los amores que nacen desde las aplicaciones de citas, poco a poco, y sin siquiera darme cuenta, terminé por apreciar, admirar y festejar los escritos del autor de “El spleen de París”, y guardarlos, a modo de paisaje, en un rincón de la memoria.



Hablar de Baudelaire no es sólo hablar de bohemia, prostitutas y misticismo; no, por supuesto que no, esa sería una lectura demasiado vaga, simple y, quizá, vacía; Baudelaire, hijo prodigio de la tumultuosa París de finales del siglo XIX, escribió desde las profundidades de la decadencia, tal y como lo hicieron algunos de sus contemporáneos, porque ¿qué sentido tiene escribir del mundo sin criticar lo que en este acontece? En sus escritos podemos vislumbrar una tierra en llamas, llena de humo, vicio y locura, lo cual me recuerda a una de sus más célebres líneas: «Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: esta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca. Pero embriáguense».


Diría que leer a Baudelaire se parece muchísimo a observar la pintura "La barca de Dante" (Eugène Delacroix, 1822); pues da a conocer una imagen, en forma de retrato, de la sociedad en la que vivió, vivimos y continuaremos viviendo: un infierno que arde al compás del desenfreno, la lujuria y el egoísmo; una sociedad que parece condenada a repetir una y otra vez los mismos errores, en un ciclo sin principio, ni fin. Un ejemplo de esto es la última estrofa de su poema "El viaje":


¡Viértenos tu veneno para que nos reconforte!

Este fuego tanto nos abraza el cerebro, que queremos

Sumergirnos en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa?

¡Hasta el fondo de lo Desconocido, para encontrar lo nuevo!



Baudelaire nos presenta una nítida e implacable representación de lo que para él es el abismo: un lugar que no sólo simboliza el Mal (en un sentido puramente moral, ético e incluso religioso), sino que, también, es sinónimo de Fiesta, Fuego y Éxtasis, palabras que podemos encontrar, como si de rocas en el desierto se tratara, en aquellas situaciones que nos alejan de la rutina y el hastío, y que nos hunden, asombrosamente, en el terreno de lo desconocido… «Infierno o Cielo, ¿qué importa?». Baudelaire, además, deja atrás el concepto de belleza del romanticismo, y propone, de manera tan orgánica como genuina, una nueva visión poética del mundo, la belleza en lo no bello; y es que la búsqueda de esta, según el autor, es un acto doloroso, un sinsentido, algo que, inevitablemente, nos llevará a la decepción: «El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido», escribió en su poema "El yo pecador del artista". Búsqueda, deseo y fracaso, términos que bien podrían remitirnos al mito de Sísifo; pero que, al menos a mí, me recuerdan a ese peso con el que cargamos día a día: la búsqueda de lo infinito, o lo que es peor (o quizá más esperanzador), la búsqueda de lo que no podemos tocar, pero ¿acaso ese no es el propósito de la poesía?


Por Javier Ignacio Lux

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