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La marca en la pared • Virginia Woolf (fragmento)

revistaelcoloso


 

El árbol junto a la ventana golpea suavemente contra el cristal… Quiero pensar con tranquilidad, con calma, con tiempo, sin que nada me interrumpa, sin tener que levantarme del sillón; deslizarme fácilmente de una cosa a la otra, sin dificultad ni obstáculos. Quiero hundirme más y más profundo, lejos de la superficie y de sus duras verdades. Para recobrar el equilibrio, déjenme atrapar la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, servirá tan bien como cualquiera. Un hombre permanecía horas sentado en el sillón, mirando el fuego, y una lluvia de ideas caía sin cesar desde el alto cielo directo hacia su mente. Llevaba la frente a la mano, y las personas miraban por la puerta abierta (pues esta escena debe haber tenido lugar una noche de verano). ¡Pero qué aburrida es la ficción histórica! No me interesa en absoluto. Desearía dar con una línea de pensamiento agradable, una línea de la que, indirectamente, me sienta orgullosa, pues tales son los pensamientos agradables, muy frecuentes incluso en las personas modestas y sencillas que de veras creen que les desagrada escuchar elogios. No son pensamientos que nos elogien directamente —en ello radica su belleza—; son pensamientos así:

«Entré en la habitación. Discutían sobre botánica. Conté cómo había visto crecer una flor en un montículo de tierra en el terreno de una vieja casa en Kingsway. La semilla, dije, debe haber sido sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué flores había durante el reinado de Carlos I?», pregunté (pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con capullos púrpura tal vez. Y así sucesivamente. Todo el tiempo intento embellecer la imagen de mí misma en mi mente, cariñosamente, a hurtadillas, sin adorarla abiertamente, pues me descubriría haciéndolo y tomaría instantáneamente un libro para protegerme. Es curioso cuán instintivamente protegemos nuestra imagen de la idolatría o de cualquier otro trato que pudiera ponerla en ridículo, o la hiciera tan diferente de la original que ya no se pudiera creer en ella. ¿No es curioso después de todo? Un asunto de gran importancia. Imaginen que el espejo se rompa en pedazos: la imagen desaparecería; la romántica figura rodeada de verdes y profundos bosques ya no está allí, sino tan sólo la envoltura de una persona tal como es vista por los otros, ¡qué sofocante, superficial, vacío, imponente se vuelve el mundo! Un mundo inhabitable. Cuando cruzamos miradas en los metros y los autobuses vemos el espejo que refleja el vacío, lo vidrioso en nuestros ojos. Y los escritores en el futuro caerán más y más en la cuenta de la importancia de estos reflejos, pues, desde luego, no existe uno solo sino una infinidad de reflejos. Tales son las profundidades que explorarán, los fantasmas que perseguirán; dejarán cada vez más de lado la descripción de la realidad en sus historias, dando por sentado que todos la conocen, tal como lo hicieron los griegos, y Shakespeare tal vez. Pero estas generalizaciones no sirven para nada. El sonido militar en el mundo es suficiente. Nos recuerda a artículos de primera plana, a ministros de estado, a toda una serie de cosas que, de chico, uno pensaba en sí mismas; la referencia, lo real, de lo que no podía apartarse a riesgo de sufrir una indecible condena. Las generalizaciones, de alguna manera, traen de vuelta los domingos en Londres, las caminatas de domingo por la tarde, los almuerzos de domingo; y también formas de hablar de los muertos, vestimenta y hábitos, como el hábito de sentarse todos juntos en una habitación hasta cierta hora aunque a nadie le agradara. Una regla para cada cosa. La regla de los manteles en ese momento era que fueran bordados, con pequeñas divisiones amarillas, como las de las alfombras de los pasillos de los palacios reales que se ven en las fotografías. Manteles de otro tipo no eran verdaderos manteles. Qué espantoso, y a la vez, qué maravilloso era descubrir que estas cosas reales, los almuerzos de domingo, las caminatas, las casas de campo y los manteles, no eran completamente reales, que en verdad eran casi fantasmas, y la condena para el que no creía en ellos era tan sólo una sensación de ilegítima libertad. ¿Qué ocupa el lugar de esas cosas ahora?, me pregunto. El lugar de esas cosas reales, los puntos de referencia. Los hombres tal vez, si eres mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que marca el parámetro, que establece la Tabla de Precedencias de Whitaker, que desde la guerra se ha convertido, creo yo, en una especie de fantasma para muchas mujeres y hombres y pronto, cabe esperar, causarán gracia e irán a parar a la basura, a donde van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de Landseer, los dioses y los demonios, el infierno y todo lo demás, dejándonos con una embriagadora sensación de ilegítima libertad, si es que la libertad existe…






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