Dejé las ciruelas que trajo mi madre justo encima de la mesa de visitas, que se encontraba en nuestro pequeño, pero acogedor comedor, cuya ventana daba directo a La Pampa. El viento corría como nunca, resoplaba entre las típicas rendijas de madera. Nosotros dependíamos de la estancia San Gregorio; aquí, en la región de Magallanes, al sur del mundo, en donde no hay más ley que la del Míster. Él es el amo y señor de La Pampa; llegó aquí desde Inglaterra, con las manos vacías, a lo más tenía su ropa y la ambición de ser El Poderoso. Por el contrario, mi familia y yo veníamos de Melinka, un poco más al norte de Punta Arenas. A mi papá le habían contado que hacía falta mano de obra, porque a los gringos solo les gusta mandar y andar cazando a los pobres indios; el padrecito de la estancia les decía Selknam y los agrupaba a todos en la casa que está más allá del galpón de esquila. Allá, según dicen, les enseñan a las mujeres a bordar y tejer. Recuerdo cuando el padre Patrick separó a uno de los niños de su madre, este agarró una tijera, le cortó el pelo y las pieles de lobo marino que llevaba como ropa, y le puso zapatos, pantalón y camisa. El pobre niño lloraba como condenado, ni caminar bien podía. ¿Cuándo había usado zapatos? Todos los que vivíamos aquí sabíamos que se llamaba Keternen, como un ser luminoso; pero, aparte de perder el pelo y su ropa, su nombre verdadero quedó en el olvido. Ahora, El Míster, que lo manda a buscar las ovejas que se arrancan al cerro que se eleva detrás del corral mayor, lo llama Carlos. Me da mucha pena cada vez que lo veo; según yo, debe tener apenas unos trece años, y a pesar de su corta edad, no le teme al puma que ronda por las cercanías de la estancia; era obvio que no le tuviera susto, ni ahora ni antes, si el animal es su amigo. Keternen con un solo silbido le avisa al animal que va en camino.
Mi vida en la estancia era tranquila: a lo que más le tenía susto era al viento y al Míster. El primero llegaba a rugir y no dejaba flor en pie, en el lugar solo había pasto y las respectivas inmediaciones que El Míster había organizado para los trabajadores, hasta teatro nos tenían para que no saliéramos, debido a que por las condiciones del clima y la distancia no podíamos ir y venir desde Punta Arenas.
-Mamá, tengo susto, y no quiero ir más a dejar ciruelas a la casona.
Así le había dicho a mi mamá la última vez que fui a golpear la puerta del Míster para dejar las ciruelas de la señora Sara. De reojo, vi un saco blanco, pero que estaba teñido de rojo. Me acerqué, lentamente, y lo abrí despacio, con un susto en el alma, ya que no quería que nadie se diera cuenta de mi actitud fisgona. El rojo no era a causa de una mancha inocente… estaba repletito de orejas. Orejas ya sordas, oscuras y lánguidas, sin tener el gusto de escuchar bramar el viento de la Pampa. Mi padre había escuchado que estaban mandando a pedir orejas de indios, dependía de la cantidad que llevaran y así les pagaban. Si eran treinta orejas, treinta pesos le daban y así hasta terminar con todas las orejas inocentes. Habíamos escuchado hablar de un tal Julius Popper, que había llegado desde algún lugar de Europa. De Argentina se pasó hasta aquí por el paso Río Gallegos. No le importó la inclemencia del clima ni el ver a los indiecitos solos andando sin destino por la pampa detrás de los guanacos para poder comer algo.
Solo le interesaba el dinero que ganaba por las orejas de los Selknam; si no podía dar con una oreja, llegaba con una nariz; pero nunca con las manos vacías. Su maldad y ambición era superior a todo. Decían por ahí que olía como a buitre, y que no miraba a nadie más que al Míster. En todo caso, era mejor, ninguno de nosotros quería relacionarse con él. Al Míster le tenía miedo porque sus ojos bailaban cuando tenía que ir a dejar algo a la cocina, como nunca me pillaba sola, en una oportunidad me mandó a llamar con Elvira, la encargada de la cocina. Me solicitó que, por favor, le llevara la tetera y el mate listo, ya que venía recién llegando de una faena pendiente en la estancia vecina. Le dejé el mate cebado en el escritorio y, rápidamente, me tomó de la trenza con fuerza. Mi respiración se detuvo por un segundo, y sentí a mi alrededor ese aroma a oveja y barro. Forcejé con él hasta tirarle en la cara el agua caliente del mate.
Así es la vida en la estancia: lejana, triste y pobre.
-¿Qué te ocurrió, María? Me preguntó mi madre.
-Nada, mamita, se me cortó el delantal cuando pasé por debajo del alambre para no darme la vuelta por el invernadero.
-No mientas -dijo mi mamita-. Mira que el viento es más rápido que tu voz.
Por Manuela Quiroz Navarro
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