Comenzaré como un texto común y corriente: no me iniciaré con grandes frases o citas de escritores universales. Escribo esto porque creo que es importante dejar registro de lo sucedido, ya que en la localidad nadie quedó indiferente. Tengo que mencionar, además, que Pancho siempre lo dijo; pero, como andaba vagando por todo el pueblo, nunca se le hizo caso.
Todo comienza así. Doña Chela anunció en sus cartas la llegada de un desastre al pueblo: no iban a nacer más niños en este terruño, cálido e imaginado entre dos cerros que los divide un río ya decadente; río que, según don Pepe, en algún tiempo fue navegable, memoria que responde al cliché de que «Todo tiempo pasado fue mejor». Tengo que confesar que me gusta creer en sus historias, ya que son las más fantasiosas que he escuchado, y ha llegado a ser casi como «El Gran Pez» de este olvidado pueblo.
Solo fueron dos niños los que nacieron en esta tierra, opuestos. Uno nació en la noche; el otro, en el día; al primero le gustaban las lentejas con enjundia; al segundo, por su lado, la ensalada sin aceite. La primera se llamaba Yanara, que significa luz; y el nombre del niño de la noche era Ankatu, un señor de los cielos. La madre de estos hermanos era ella, adivinen... ¿Quién? Sí, Doña Chela, quien tuvo la valentía de predecir su propio destino y el del pueblo, así como un Laocoonte. Sus cartas decían que, además de no nacer más criaturas en esta tierra, en la siguiente noche de luna menguante llegaría un siniestro animal que estaría acompañado por un ejército de hombres cadavéricos, los cuales, y como un dios devorador, se alimentan de los buenos recuerdos de las personas de este lugar.
Pasaban los días, y Pancho, en su errante caminar, seguía gritando la premonición de Chela; pero jamás se le hizo caso a ninguno de los dos. La luna todas las noches iba cambiando de fase, hasta que ya saben, llegó el día. El amanecer no fue igual a los otros, este tuvo un color azul eléctrico; los pájaros tenían sed de chocolate caliente; las camelias iban cerrando, lentamente, sus pétalos hasta llegar hacer diminutos capullos de color indefinido, y, lo más importante, Pancho dejó de gritar por la calle su vociferación. Por supuesto, tengo que mencionar que, a pesar de todas las advertencias, la gente de la región no obedecía a tales singularidades; ellos seguían conversando sobre la pandemia y cosas sin gran relevancia. De pronto, ocurrió como que el tiempo se detuvo. Se escuchó un ruido vacío, desde donde venía esta presencia con su ejército; el cielo cambió de color; ya no había vuelta atrás. Ninguno de nosotros estaba preparado, y todo por considerar a Chela y a Pancho unos clarividentes baratos.
El animal llegó al centro de la ciudad, al lugar estratégico; fue entonces que se separó por la mitad, y de él emergieron sus lacayos, tenían un aspecto nauseabundo, su piel ya estaba gris y traían como arma su mirada: penetrando los ojos de los demás extraían lo mejor de cada uno, y avanzaban, al ritmo del galopar de los caballos, por las calles de esta tierra, dando una muerte certera y sin piedad. Al presenciar esto, Chela y sus hijos intentaron solucionar la invasión, queriendo darle un certero golpe en los ojos, para, y de una vez por todas, librar a su pueblo de esta peste y dar libertad absoluta. Uno de los lacayos de la bestia, al presenciar el acto de muerte hacia el animal, invocó a dos serpientes enormes, las cuales emergieron de este río dormido, enredando su vigorosa cola en el cuello de Yanara. Tanto su madre como su hermano lucharon deliberadamente para darle justicia; pero, como dijeron las cartas, nada pudo haberlos salvado; el destino es y será. La muerte viva los
visitaba, mientras las serpientes hacían su trabajo, enseñando a todos que nadie podía batallar contra la voluntad de Pancho y las cartas de Chela.
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