No hay mucho que debatir acerca de esta sentencia: hay distintas maneras de morir. ¿Qué si me preguntan cuál prefiero? Ja, no lo sé. He pensado que, de tener una constitución suicida (lo cual no tengo, desafortunadamente), compraría un arma, aprendería a usarla, entraría a un supermercado del barrio alto (para llenar de dosis de angustia a cerdos con los bolsillos llenos), apuntaría hacia… ¿qué podría ser? Las góndolas de botellas de alcohol, sí, para que el escándalo sea considerable, esperaría agazapado hasta que llegara la policía, le dispararía a quemarropa a algunos y terminaría siendo acribillado. Viejo, dime si no hay una muerte mejor que esa. Todos ganamos: muero y le doy fin a la existencia, acabo con un par de uniformados, y le genero pérdidas al supermercado o a la compañía de seguros. Si tengo suerte, podría incluso convertirme en tema de canciones anarco-punk. Cobraría para mí una pequeña parte de la posteridad, viejo, ¿qué mejor?
Miré al colorín un tanto desconcertado. Él me devolvió la mirada, y, al instante, supe que también pensaba lo mismo: había sido un error haber aceptado la invitación de ir a la pieza de aquel hombre a comer un pan con jamón como desayuno. Lo único que queríamos era tomar un par de cervezas para aliviar la resaca, no que alguien se nos acercara en la botillería y nos insistiera, casi nos obligara, a acompañarlo a donde vivía.
Soy filósofo titulado de la Universidad Católica de Valparaíso. Y escritor, por cierto. Miren, prolífico. Tengo decenas, no, centenas de papeles llenos de cuentos, ensayos, poemas. ¿Quieren leer algo?
Después de un silencio que me pareció incómodo, asentí con la cabeza. El coloro había comenzado a devorar el pan con chancho con una premura que revelaba sus ganas de irse cuanto antes de ese lugar. Y tenía sus justificaciones: la habitación mostraba solo cuatro objetos visibles: el diploma universitario colgado en la pared, un colchón podrido por la humedad, un televisor antiguo con la pantalla hacia el suelo (que supuse utilizaba como mesa) y una máquina de escribir. Y había un intenso olor a perro, aunque no vi ninguno.
“En las azules tardes de verano,
deambularé por los senderos
herido por el trigo, pisando la fina hierba:
soñador, sentiré el frescor en mis pies,
dejando que el viento acaricie mi desnuda cabeza.
Enmudeceré y mis pensamientos se desvanecerán:
Pero el infinito amor permanecerá en mi alma,
e iré lejos, muy lejos, bohemio y pensativo
por la naturaleza, dichoso como una dama”.
Y… ¿qué tal?, ¿qué te pareció?
Lo volví a leer una vez más. Con detención. Era un plagio. El poema pertenecía a Rimbaud o a Baudelaire, no lo recordaba con exactitud, pero definitivamente no era suyo. Miré al coloro tratando que se diera cuenta sin que yo pronunciara una sola palabra. Una estupidez. Tomé la lata de cerveza, la abrí, y le di un largo sorbo antes de responderle que sí, que me gustaba. ¿Por qué lo hice? No tengo idea.
Voy a hacer grandes cosas con mis poemas, ¿sabes? Les tengo más fe que a mis cuentos. Mis relatos están llenos de discursos panfletarios, algunos más encubiertos que otros, pero siento que en la prosa, más estudiada y apolínea por su formato, no puedo desprenderme de mis resignaciones, mis protestas, mis frustraciones. De mi vida personal. Y eso puede ser la muerte para un escritor, para su creatividad. En cambio, con mi poesía puedo ser totalmente dionisiaco, no la racionalizo. Hay libertad, belleza, horror en un sentido pleno.
Había tanta convicción en sus palabras que me asustó. ¿De verdad él creía que ese poema era su poema? Por un breve momento, imaginé a dos personas, uno en algún lugar de Francia, y, el otro, en algún lugar de Valparaíso escribiendo el mismo poema, separados por distancia y décadas de tiempo, pero con una misma inspiración y atmósfera y palabras. Aterricé de ese pensamiento con la sospecha de que en algunos casos la mitomanía puede
ser terrible.
Lo que escribo lo ofrezco en la Plaza Victoria. Las personas pueden llevárselo por donaciones voluntarias. Y si alguien muestra interés, pero no tiene dinero, incluso lo regalo. La simple idea de vender me produce un asco, una repugnancia que revuelve mi estómago. Considero que la industria cultural es la aniquilación del arte. Si el arte no se mantiene al margen de las dinámicas del mercado, ¿qué queda fuera del desquiciado acto de comprar y vender? Nada, flaco, estaríamos condenados por haber nacido, arrojados a una existencia que, como diría Heidegger, es inauténtica, un “no ser”. Permítanme contarles una anécdota: una vez estuve discutiendo con un editor de una editorial relativamente independiente sobre la conveniencia de poner los libros a la venta. Sentí que le gané con mis argumentos, al menos eso creí, y ¿saben lo que hizo el muy hijo de puta?
Por fin el coloro se atrevió a abrir la boca no solo para comer. Dijo “no” y ese “no” lo sentí como una compañía reconfortante.
Entró a su habitación, regresó con un revolver y me disparó en la mano. Miren.
Nos mostró su mano. Estaba destrozada. O sea, no había una mano como tal, sino más bien un atisbo de dedos. Inutilizable.
Le quité el arma como pude, no sé muy bien cómo, y lo agarré a golpes mientras me desangraba, hasta que dejé de escuchar su respiración. Lo maté. Mi abogado, no yo, porque no estaba ni ahí con ser parte del sistema judicial, alegó defensa propia. Estuve tres años en la cárcel. Pena rebajada. Me violaron, incluso. Ahora bebo desde la mañana, me alivia el dolor físico y emocional. Y me cuesta escribir con una sola mano, pero no guardo un rencor paralizante, vengativo. Sé que haber destruido su mierda de trabajo en esa conversación, a tal punto de que se atreviera a dispararme, es mi triunfo. Aunque me haya dejado alcohólico y manco.
Me senté encima del televisor. El coloro, durante el testimonio, se tomó dos latas al seco. Dijo algo como “qué fuerte”, pero no estoy seguro. Observé al escritor. Se notaba desgastado, es decir, de un aspecto físico un tanto demacrado, con arrugas imponentes y grandes bolsas debajo de los ojos. Sin embargo, era extraño porque mostraba vitalidad en sus movimientos y en sus palabras, por lo que era difícil saber la edad que rondaba. ¿Quizás unos 40 o 50? Podría ser.
Después de eso, por supuesto, perdí mi trabajo como académico. El dolor era y sigue insoportable. Aunque, de alguna u otra manera, lo agradezco, ahora vivo al margen de esta sociedad miserable, solo con mi perro, que no sé dónde cresta está y no causo daño a nadie. Hasta invito a desconocidos a tomar desayuno.
Lo dijo en tono de broma, pero lo sentí triste. Me di cuenta de que miraba mi pan, que él había comprado y que yo aún no comía. Lo empecé a degustar entre sorbos de cerveza. Percibí cierto grado de satisfacción en él.
Por cierto, ¿quieres leer otro de mis poemas?
A esa altura, no podía decir que no. Además, no entendía por qué gran parte de su monólogo estaba dirigido a mí. Recordé una frase de mi amigo: “a nadie le importan los colorines”, y por primera vez me causó gracia. El poema que me pasó era de una belleza ¿extraordinaria?, ¿sublime? Tenía una voz propia, versos que denotaba una técnica exquisita que evocaba desde la excitación del amor de una mujer hasta el abrumador terror de un existencialismo duro. Pasaba a tener un conjunto de metáforas bien cuidadas, hasta la supresión de ellas: solo imágenes que te daban ganas de llorar, salir corriendo, morir o quedarse a vivir una vida nueva, de sentir nuevos amaneceres hasta el infinito... Traté de recordar si lo había leído en otra parte, pero no, nunca lo había leído. Tampoco puedo asegurar que no fuera un plagio. Una duda que acepto, con la que me siento cómodo.
Qué bueno que te gustó. Y lo siento, me encantaría seguir conversando, pero debo encontrar a mi perro. Fue todo un gusto.
Nos despedimos de él con un fuerte apretón de manos, su mano funcional, claro. Salimos rápidamente de la casona, pero él no entró. Al contrario, se quedó en la puerta gritando con fuerza: “¡Titiruta! ¿Dónde mierda estás?”
“Qué agradable sujeto”, me dijo el coloro. “Voy a copiar su idea de suicidio”, agregó. Antes de que pudiera responderle, fui interrumpido por la imagen de un perro que venía corriendo cerro abajo en dirección a la pensión. Era pequeño, tenía sarna y solo tres patas. Ninguno de los dos se giró a mirar, pero ambos escuchamos la alegría del dueño al encontrar a su perro. Me provocó una pequeña sonrisa. Tomé lo que me quedaba de cerveza y brindé en silencio por el filósofo. Al mirar de reojo a mi amigo, noté que él también sonreía.
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