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El pueblo sin nombre: cuento de Constanza Tapia

revistaelcoloso

 

El pueblo en que nació mi abuela no era más que una calle y no tenía nombre.


Estaba al lado de la línea del tren y no tenía mariposas amarillas, estaba muy lejos de la magia. Lo único místico que ella recuerda es la animita del roble viejo, ahí dónde había una virgencita con velas, dónde se decía que se aparecía la santa si le rezabas con efervescencia.


La calle vieja en la que se crió mi abuela tenía una cantina para los hombres del pueblo: vino tinto, música y amanecidas. Ella se preguntaba qué habría allí dentro, dónde todos reían y vociferaban; también había una iglesia, ahí sí iba cada domingo con su único vestido. No entendía lo que era rezar; pero, aun así, lo hacía.


Se sentaba en los rieles del tren, y escogía las tapas de bebida que más le gustaban. Las de gaseosa tenían el dibujo de un personaje pequeño y divertido de color gris, las de cerveza traían escrito su nombre en color dorado y las de agua eran simplemente blancas. Cuando ya las elegía, las ordenaba en la línea del tren y esperaba pacientemente a que la enorme máquina de hierro les pasara por encima. Luego, con total ansiedad, iba a recoger sus tapas aplastadas: era dueña de medallas, monedas falsas, fichas, juguetes intercambiables, una infinidad de posibilidades.


No hay fotos de ella cuando niña: era demasiado pobre como para que la retrataran. Pero según dice, era una niña linda, morena, bajita, saludable y pecosa. Al pueblo iba un fotógrafo una vez al año que siempre tomaba la misma imagen: la de los alemanes dueños de los campos; esas en blanco y negro que parecían dibujos a lápiz. Luego, ellos las colgaban en sus enormes salas de tejuela y las lucían sobre sus alacenas, las que les limpiaba mi abuela cuando era adolescente y les trabajaba.


En la calle larga vivía una adivina, vieja y arrugada. Cuando mi abuela tenía ocho se metió a hurtadillas a su patio y la vio colgar la ropa en los cordeles. A la semana siguiente, segura de que se trataba de una mujer normal, fue a preguntar por su suerte. Le dijo que solo tenía un par de tapas aplastadas por el tren para darle a cambio, pero que podrían ser valiosas si las transformaba en un collar. La adivina, al verse conmovida, accedió. Le dijo que crecería y se casaría, que viviría en la capital y tendría su propia casa llena de hijos y nietos, que habría un jardín con flores y una sala con fotos de la familia. Mi abuela salió molesta, segura de que la adivina era una mentirosa.


Un día la madre de mi abuela se enfermó. Acababa de tener a su último hijo, y aunque la adivina le dijo que no se metiera al río, ella igualmente lo hizo para lavar la ropa. Mi bisabuela quedó ciega de un momento a otro, y, como si se tratara de una maldición, quedó postrada. Mi abuela se hizo cargo de sus hermanos y con nueve años: se vio obligada a crecer.


Un día, al pueblo llegó un viajero. Tocó la puerta del hogar de mi abuela y le pidió un vaso de agua. Entró y observó la pobreza del lugar. Alguien aquí tiene un mal de ojo, le dijo. Mi abuela se sorprendió. Envuelve a tu madre en hoja de nalca y cúbrela con leche, luego de tres días ella estará bien, aseguró. Obedientemente lo hizo, y ocurrió el milagro en la calle larga, ahí, dónde nació mi abuela.


El pueblo en que nació mi abuela no era más que una calle y no tenía nombre. Era pobre y ya no existe, se lo comió el tiempo. Nunca tuvo magia, solo miseria, había una cantina y una iglesia para rezar. Lo atravesaba una línea de tren, en cuyos rieles se podía hacer monedas.


Farmhouse in Provence (Vincent van Gogh, 1888)
Farmhouse in Provence (Vincent van Gogh, 1888)


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