Existen diversos comentarios y opiniones, que uno nunca pide en torno a lo que significa el ejercicio docente. Normalmente, suelen venir acompañados de una mueca que no deja mucho a la interpretación, seguido de un clásico comentario acerca de tus futuras finanzas y cómo, sin siquiera haber comenzado a estudiar para ejercer dicha docencia, tu futuro ya está predestinado a la explotación laboral mal pagada y a una precaria salud mental que debe prepararse para el colapso inminente. Y a ti, querido profesor, no te queda más que reír y agradecer por las espontáneas palabras de ánimo sobre aquello a lo que tempranamente decidiste dedicar tu día a día.
Una vez que logras atravesar el pantanoso terreno de la opinión ajena y logras, luego de que con mucho esfuerzo pudieras esquivar esas conocidas palabras de aliento, comenzar a estudiar la pedagogía, viene la segunda parte de esta historia: El ideal versus lo real. Esta disyuntiva nace como consecuencia directa de las cátedras con las que te encuentras en el entorno universitario, horas y horas de cómo poder llegar a ser un buen profesor, lo que deberías «ser», lo que el sistema espera de ti y cuánto debes estar dispuesto a ceder para poder mantenerte en el juego. Y todo esto sin siquiera haber visto un aula real desde la posición de docente. ¿Se puede realmente aprender a «ser» profesor?
Un día jueves, en mi segundo año de universidad, tuve que ir a mi primera práctica real. Una escuela de tres pisos que, desde fuera, se veía enorme; pero, al menos por dentro, no era para tanto. Séptimo y quinto básico fueron los cursos que se nos asignaron a mí y a mi compañera. En una primera práctica no esperas hacer mucho, porque tampoco eres capaz de entregar tanto, y limitarse a la observación es algo que de primeras puede parecer una pérdida de tiempo. Sin embargo, es observando cuando te das cuenta de lo diversas que pueden ser esas pequeñas personitas a las que estás educando. Esas personas ríen; esas personas lloran; esas personas se enojan; esas personas sufren. He sido testigo de cómo no mucha gente se toma tan en serio el rol fundamental del cual decides responsabilizarte, y te digo sin ningún tipo de duda que es más grande de lo que parece, porque basta un adjetivo mal utilizado, aunque sea por error, para apresar a un niño o una niña con una palabra que no van a olvidar, porque los niños hacen muchas cosas, pero olvidar no es una de ellas.
Este primer día tenía una misión muy sencilla: ayudar a un grupo de tres niños de quinto básico a grabar un video sobre un libro que tenían que hacer (por un concurso en el que iban a participar). Ya no recuerdo el libro, porque no fue lo más importante. Va el primero, era el que mejor desplante tenía frente a la cámara, no le costaba prácticamente nada hablar frente a ella y exponer sus ideas con una claridad muy sorprendente para la edad que tenía. Todo esto mientras los otros dos lo molestaban de una manera bastante simpática. El turno del segundo, él se ponía un poco más nervioso, pero de todas maneras podía hilar las ideas mientras su temblorosa voz y su lenguaje corporal delataban que esta no era una situación que le acomodara; pero, aun así, logra terminar su parte del video, y enseguida se da un «chócale» con el primero. Cuando llega el turno del tercero, intenta hablar un poco, muchísimo más nervioso que sus dos compañeros, sin siquiera poder mirar a la cámara. Casi al instante, comienza a hacer gestos de que, evidentemente, no lo quiere hacer; comienza a llorar, y sigue intentando mantener el video a flote. Detengo la grabación, obviamente, y le pregunto qué sucede, y su respuesta me rompe en pedazos: «No me gusta hacer este tipo de cuestiones, porque se van a reír y me van a tratar mal como lo hacen mis papás, y no me gusta eso». Atiné a calmarlo, animarlo con las mejores frases y estupideces que pude juntar en mi cabeza en ese instante, y que sabía que él necesitaba escuchar. Pudo terminar de grabar luego de eso, y tocada la campana, se despidió de mí, me abrazó sin prácticamente conocerme, y se fue corriendo y riendo con sus amigos hacia el patio. Yo, que aún estaba choqueado por la situación, sólo pude ir al baño y llorar, sin conocer muy bien el motivo. Quizás por identificarme, quizás por angustia, no tengo idea, sólo sé que lo hice. Este niño generó algo en mí que me hizo actuar enseguida, y ahí supe lo que era «ser» profesor.
Un soporte; un amigo; un payaso; un médico; un consejero; aquél que nos trae comida; un incentivo; un modelo a seguir, y mil y una formas más de llamar a esa persona que intenta entregarte algo. Nadie puede enseñarte cómo ser un profesor, porque para poder genuinamente llegar a ser todos los adjetivos que nombré, el requisito principal es sentirlo, y desde la primera vez que te nace «el instinto» de ser profesor, se arraiga hasta lo más profundo de tu alma, y se mantiene contigo hasta que lo efímero de la vida te impide poder seguir sintiéndolo.
Por Pedro Soto Cárdenas
![](https://static.wixstatic.com/media/a59caf_4c200291873a44a3906fb5f88830db47~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_1371,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/a59caf_4c200291873a44a3906fb5f88830db47~mv2.jpg)
Commenti