Hay obras en las que, pese a la lejanía de un espacio o tiempo, son capaces de florecer emociones descomunalmente intensas en el espectador, de aquellas que, por más que pasen los años, jamás se olvidan; esa es una de las virtudes que posee todo buen arte; es decir, la universalidad del sentimiento que la obra evoca en aquel que la percibe. Este fenómeno es parte de la naturaleza misma del arte; un día, Oscar Wilde, dando una conferencia sobre la belleza en sí misma en la Royal Academy Of Arts de Londres, dijo: «El buen arte, como dije antes, no tiene nada que ver con algún siglo en particular; esta universalidad es la cualidad de la obra de arte (…) Pienso que lo que ustedes deberían de hacer es llegar a comprender totalmente su época, para así poder abstraerse totalmente de ella; recordando que, si de verdad uno es artista, no será portavoz de un siglo sino amo de la eternidad».
No fue necesario terminar París, Texas, para que aquella frase de Wilde hiciera ruido en mi mente; tampoco tuvo que aparecer la emblemática escena de Nastassja Kinski luciendo un vestido rosado en aquel cubículo donde simulaba estar en la habitación de un hotel, para reafirmar que me encontraba ante una obra que prevalecería en mi consciencia y que, en cada momento en que el nombre París se pronunciara ante mis sentidos, mi cuerpo desplegaría una sonrisa de conformidad, y los recuerdos, a su vez, rebobinarían al pasado para contemplar otras veces aquellas sensaciones, y trazar, nuevamente, un caótico árbol de irresoluciones. Bastaron nada más ver los primeros 5 minutos para percibir que estaba frente a algo enorme; la escena de Travis deambulando por la inmensidad del desierto estadounidense ante la armoniosa melodía compuesta por el virtuoso Ry Cooder, cautivó por completo mi atención; fue desde ese primer instante que mi consciencia, y mis sentidos estaban apresados por la belleza del séptimo arte; me era imposible no preguntarme qué ocurría con Travis, no entendía su silencio y quería saber cómo un hombre podía llegar a semejante estado de desconexión. Luego, cuando los hermanos se reencuentran y viajan por la carretera, la búsqueda de respuestas dejó de invadir mis pensamientos y abracé el silencio del personaje, supe que algo atormentaba profundamente su consciencia y preferí mantenerme en sintonía con lo que la obra que me enseñaba, creí que mejor sería no pensarlo tanto, opté por la paciencia y que la misma película respondiera a mis preguntas.
No hay duda de que, de todos los aspectos que percibí con entusiasmo, las razones del silencio de Travis son lo que más refulge en mis ideas, si bien podría parecer una tela más dentro del tejido que configura la genialidad de París, Texas, me parece que aquel punto de incomprensión -que es también donde comienza todo- es en alto grado lo que mantiene muy latente esta película en la mente de quienes, un día, sin idea alguna de lo que enfrentaban, reprodujeron desde una pantalla una película que jamás podrían quitar de sus mentes, y esta, sin caer en exageraciones ni absurdas pretensiones, logró apoderarse de la eternidad.
Por Lucas S. Rebolledo
![](https://static.wixstatic.com/media/a59caf_42ee43875e664006add96d7664d1341e~mv2.jpg/v1/fill/w_800,h_1185,al_c,q_85,enc_auto/a59caf_42ee43875e664006add96d7664d1341e~mv2.jpg)
Título: París, Texas
Dirección: Wim Wenders
Año: 1984
Premios destacados: Palma de Oro
Mejor película (Premios BAFTA)
Mejor película europea
Comments